(Entrada original)


¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.

Afirmar que los deberes morales y los valores que los sustentan no pueden ser concebidos en un orden jerárquico absoluto y rígido no significa que estemos afirmando la llamada «ética de situación», y menos aún el relativismo moral ni el escpeticismo. Estas posiciones filosóficas son humanamente insostenibles, puesto que, en realidad, quien tiene por irracional quitar la vida, dañar física y moralmente, privar de las libertades, o no aportar los mínimos materiales y culturales para que las personas desarrollemos una vida digna, no lo cree sólo para su propia sociedad, sino también para cualquier otra. Cuando alguien dice «esto es justo», si con eso está pretendiendo decir algo, no expresa simplemente una opinión subjetiva («yo apruebo x»), ni tampoco relativa a nuestro grupo, sino la exigencia de que cualquier persona lo tenga por justo. Y cuando argumenta para aclarar por qué lo tiene por justo, está dando a entender que cree tener razones suficientes para convencer a cualquier interlocutor racional, y no sólo tratando de provocar en otros la misma actitud.
Adela Cortina, Ética, Akal, 1997, p. 148.
Y es que a la hora de la verdad, el relativismo no se lo cree nadie.


El relativismo moral tiene dos componentes: uno descriptivo y otro normativo. En tanto que el primero es correcto, el segundo no lo es. De hecho, los exploradores, antropólogos y sociólogos descubrieron que las tribus, sociedades y hasta grupos profesionales diferentes tienen normas morales distintas. Pero la tarea propia de la filosofía moral -o ética- es diferente de la que corresponde a las ciencias sociales: la primera consiste en analizar y examinar de manera crítica las normas morales (...) De acuerdo con las filosofías morales tradicionales, no puede haber verdades morales porque no habría hechos morales: todos los principios y juicios morales serían emotivos, intuitivos o utilitarios. Se trataría de dogmas, en lugar de hipótesis comprobables. Disiento: sostengo que hay verdades morales porque hay hechos morales. Un hecho moral se puede definir como un hecho social que afecta al bienestar de otras personas. Por ejemplo, el hambre, la violencia física, la opresión política, el desempleo involuntario, la agresión militar y la privación cultural forzosa son hechos morales. (...) Si hay hechos morales, tiene que haber verdades morales. He aquí algunos candidatos: «La vida debe ser agradable», «La justicia es buena», «Mentir es malo», «El fin no siempre justifica los medios», «La explotación es injusta», «La crueldad es abominable», «El altruismo es loable», «La lealtad es una virtud» y «Una paz justa y duradera es preferible a la victoria».
Mario Bunge, Filosofía política: solidaridad, cooperación y Democracia Integral, Editorial Gedisa, Barcelona, 2009, pp. 186 y 194.


La principal enfermedad filosófica de nuestra época es el relativismo intelectual y moral, el segundo basado, al menos en parte, en el primero. (...) Igual que podemos buscar proposiciones absolutamente verdaderas en el terreno de los hechos o, al menos, proposiciones que se aproximen a la verdad, también podemos buscar propuestas absolutamente justas o válidas en el campo de las normas o, al menos, propuestas mejores o más validas. (...) Aunque no dispongamos de criterios de justicia absolutos, podemos, desde luego, progresar en este terreno. Igual que en el terreno de los hechos, podemos hacer descubrimientos. La crueldad es siempre «mala», debería evitarse donde fuera posible. La regla dorada es una buena norma que puede ser quizá mejorada si hacemos a los demás, en lo que sea posible, lo que ellos querrían que se les hiciera. Éstos son ejemplos de descubrimientos elementales y extremadamente importantes en el terreno de las normas.
Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 2006 (1945), pp. 781 y 797.


Si aceptamos (...) que existe una cosa tal como la «condición humana» (...) que en tanto que es «existencia humana» presenta ciertas características y propensiones, como buscar el goce y la libertad, la ilustración, el saber, el conocimiento, el bienestar físico, psíquico y mental, etc.; si pensamos que todos los seres humanos poseemos un mínimo de sensibilidad y razonabilidad compartida, no nos será excesivamente difícil, o al menos no será imposible, aunque sí trabajoso, diseñar unas líneas, flexibles y un tanto vagas, pero que delimiten los sueños equivocados y equívocos de «relativismo» y tolerancia desenfrenada en materia moral. (...) Posiblemente no contemos, como Aristóteles ya advirtió en su Ética a Nicómaco, con ninguna prueba irrefutable, ninguna prueba rigurosa como es más habitual en otros saberes, de lo que sea la ÉTICA. Aunque por supuesto se trata de una cuestión de grados. (...) El empecinamiento neopositivista en dotar de status científico sólo a la lógica y las ciencias experimentales nos parece una ingenuidad ya no permisible en estos tiempos más maduros. Existen claros indicios de que toda actividad humana está inmersa, desde la Historia a la Economía, la Biología o la Física teórica, en sueños (...), en axiomas primeros nunca probados, nunca experimentables o verificables. Se parte en todos los conocimientos de «compromisos» ontológicos y axiológicos, que se asumen, como Stevenson diría, porque se nos presentan como prima facie fiables. Que es malo morir, parece una verdad irrefutable, por cierto más que cualquier axioma matemático o lógico, o cualquier presupuesto de la física o la psiquiatría. Que es malo morir, se entiende, cuando uno no lo desea. (...) Como es preferible, de acuerdo con Ferrater Mora, «ser libre a ser esclavo», «ser tratado como igual, con equidad y justicia, que sufrir discriminaciones por oscuras razones, prejuicios o privilegios ajenos». Como parece evidente que experimentar goce sea el mayor de los bienes que todo el mundo desea, hasta tal punto que no valdría la pena discutir ni por un instante (...) este desideratum, si fuerzas corrosivas, actuando desde el oscurantismo y la perversidad, desde la ignorancia y la fiebre de asceticismo, (...) no hubieran pervertido los sentimientos y los razonamientos de la humanidad, a la que han dejado mal parada con peligro para su vitalidad, su creatividad y sus posibilidades de una vida dichosa. Las verdades en que descansa la ética que defiendo son palmarias, como que cada cual debiera ser tan feliz como fuera posible, y por ende tan libre, tan creativo, tan desarrollado y mejorado como criatura humana (...). De hecho, de puro evidentes que son mis «valores», parecería innecesario defenderlos cuando todo ser humano los siente y los sueña en las noches sosegadas.
Esperanza Guisán, La ética mira a la izquierda, Tecnos, Madrid, 1992, pp. 36-37 y pp. 119-121.


Para poder estudiar otras culturas de un modo justo y objetivo no es necesario que asumamos que no hay verdades morales; lo que debemos hacer es dejar a un lado, al menos por el momento, el supuesto de que ya sabemos cuáles son. El universalismo imperialista (de cualquier variedad) no es un buen punto de partida. Incluso si "nosotros" estamos en lo cierto, insistir en ello desde el principio no es, a fin de cuentas, ni diplomático ni científico. (...) Todo el mundo debería considerar la adopción de ese terreno neutral que Balkin nos ofrece: una perspectiva desprejuiciada ("ambivalente") que permita que el diálogo racional se ocupe de los problemas entre las personas, sin que importe cuán radicalmente distintos puedan ser sus antecedentes culturales. Podemos participar de esta conversación con alguna esperanza de llegar a una solución, que no sea simplemente cuestión de una cultura aplastando a la otra a punta de fuerza bruta. La idea de un valor trascendente es un poco como la idea de una línea perfectamente recta: no se puede conseguir en la práctica, pero es fácilmente comprensible, en tanto que ideal al que es posible aproximarse, incluso si no es posible expresarla totalmente (...) Cuanto más se aprende respecto de las distintas convicciones que tan apasionadamente mantienen las personas de todo el mundo, más tentador se torna decidir que, en realidad, no puede haber un punto de vista desde el cual sea posible construir y defender juicios morales universales. De modo que no es tan sorprendente que los antropólogos culturales tiendan a adoptar una u otra variedad de relativismo moral como si fuera uno de sus presupuestos. También en otras áreas de la academia, si bien no en todas, el relativismo cultural muestra esta actitud rampante. Sin lugar a dudas, es una posición minoritaria entre los filósofos, y particularmente entre los estudiosos de la ética, por ejemplo, así como tampoco es un supuesto necesario para llegar a tener una actitud científica libre de prejuicios.


La impresión de que los juicios morales son "no probables" ha demostrado notable persistencia. ¿Por qué cree esto la gente? Se pueden mencionar tres puntos. Primero, cuando se pide una prueba, la gente con frecuencia piensa en un criterio inapropiado. Está pensando acerca de observaciones y experimentos en la ciencia, y cuando no hay observaciones y experimentos comprobables en la ética, concluye que no hay prueba. Pero en la ética, pensar racionalmente consiste en dar razones, analizar argumentos, exponer y justificar principios, y así por el estilo. El hecho de que el razonamiento ético difiera del razonamiento científico no lo hace deficiente. Segundo, cuando pensamos en "probar que nuestras opiniones éticas son correctas", tendemos a pensar automáticamente en los asuntos más difíciles. Por ejemplo, la cuestión del aborto es inmensamente complicada y difícil. Si pensamos sólo en cuestiones como ésta, es fácil creer que las "pruebas" en ética son imposibles. Pero lo mismo podría decirse de las ciencias. Hay asuntos complicados sobre los que los físicos no pueden ponerse de acuerdo, y si los enfocamos sólo a ellos, podríamos concluir que no hay pruebas en la física. Pero, por supuesto, hay muchos asuntos más sencillos en los cuales convienen todos los físicos competentes. De modo similar, en ética hay muchos asuntos más sencillos acerca de los cuales está de acuerdo toda la gente razonable. Por último, es fácil confundir dos cosas que son en realidad muy distintas:

1. Probar que una opinión es correcta.
2. Persuadir a alguien de que acepte la prueba.

Puedes tener un argumento impecable que alguien se niegue a aceptar, pero eso no significa que debe haber algo malo en el argumento o que esa "prueba" es de algún modo inalcanzable. Puede simplemente significar que alguien es terco.
James Rachels, Introducción a la filosofía moral, Fondo de Cultura Económica, México, 2007 (1986), pp. 78-79.
Es un hecho alentador el que, a medida que hemos añadido cualificaciones al subjetivismo ético para darle mayor validez, se ha vuelto menos subjetivista y ha empezado a parecerse a otras teorías cuyos defensores han estado trabajando en pos del mismo fin. Nuestra formulación final del subjetivismo ético lo convierte en pariente próximo de la teoría del observador ideal, según la cual es correcto hacer aquello que consideraría mejor un juez perfectamente racional, imparcial y benévolo. También tiene mucho en común con la teoría de Richard Brandt -Brandt afirma que, a la hora de decidir qué es correcto, la cuestión decisiva es «¿Qué desearía y decidiría hacer una persona (quizás todas las personas) si fuese racional en el sentido de haber hecho un uso óptimo de toda la información disponible?». Y también tiene muchos rasgos obvios en común con la teoría de R. M. Hare (véase el artículo 40, «El prescriptivismo universal»). Esto es alentador porque, si en filosofía moral existe algo semejante a la verdad, habríamos de esperar una eventual convergencia en aquellas teorías que la persiguen. El acuerdo en ideas básicas, si bien no es una garantía absoluta de verdad, al menos da más seguridad que una incesante discusión.
James Rachels, 'El subjetivismo'.


Algunos creen que las verdades éticas son culturalmente representativas y que las verdades científicas no lo son, y esta falta de justificación de las verdades éticas parece ser uno de los principales defectos de lo seglar. El problema es que, cuando dejamos de creer en un Dios que nos marca las reglas a seguir, cualquier acción dada, sea buena o mala, pasa a ser tema de debate. Y una declaración del tipo «asesinar es malo», aunque sea incontrovertible en prácticamente todos los círculos, nunca ha calado como parecen haber calado las afirmaciones sobre los planetas o las moléculas (...) Es posible realizar un acercamiento racional a la ética en cuanto comprendemos que el problema del bien y del mal es, en realidad, una serie de preguntas sobre la felicidad y el sufrimiento de las criaturas conscientes. (...) La mayoría de las formas de relativismo -incluida la moral relativista, que parece aquí especialmente adecuada- son absurdas. Y peligrosas. Algunos pueden pensar que resulta irrelevante preguntarse si los nazis estaban equivocados en términos éticos o si simplemente no nos gustaba su estilo de vida. No obstante, a mí me parece que la creencia de que algunos puntos de vista son realmente mejores que otros, explota un conjunto diferente de recursos morales e intelectuales. Son recursos que necesitamos desesperadamente si queremos oponernos y, finalmente, intentar derribar la ignorancia y el tribalismo reinantes en nuestro mundo.
Sam Harris, El fin de la fe, Paradigma, Madrid, 2007, pp. 170 y 179.

Cuando hablamos de moralidad valoramos diferencias de opinión de una forma que no valoramos en otras áreas de nuestra vida. Así, por ejemplo, el Dalai Lama se levanta cada mañana meditando sobre la compasión. Y piensa que ayudar a otros seres humanos es una parte integral de la felicidad humana. Por otro lado tenemos a alguien como Ted Bundy, quien era muy aficionado a raptar, violar, torturar y matar mujeres jóvenes. Así, parece que tenemos una diferencia genuina de opinión acerca de cómo usar provechosamente el tiempo. (Risas). La mayoría de los intelectuales occidentales ven esta situación y dicen: "Bien, no hay nada en el Dalai Lama que sea realmente correcto, o para Ted Bundy que sea realmente incorrecto. (...) Observen que no hacemos esto en la ciencia. A la izquierda tienen a Edward Witten. Es teórico de cuerdas. (...) Bien, ¿qué pasaría si en una conferencia de física yo salgo diciendo: 'La teoría de cuerdas es falsa. No me sirve. No es como yo elijo ver el universo a pequeña escala. No soy un fan'? (Risas). No pasaría nada porque yo no soy físico, no entiendo la teoría de cuerdas. Soy el Ted Bundy de la teoría de cuerdas. (Risas). Pero ese es el punto: cada vez que hablamos de hechos, deben excluirse ciertas opiniones. Eso es lo que significa tener especificidad de dominio. Eso es lo que significa que el conocimiento cuente. ¿Cómo nos autoconvencemos de que en la esfera moral no hay tal cosa como la experiencia moral, o el talento moral, o incluso el genio moral? ¿Cómo nos autoconvencemos de que cada opinión tiene que contar? ¿Cómo nos autoconvencemos de que cada cultura tiene un punto de vista en estos asuntos que vale la pena evaluar? ¿Tienen los talibanes un punto de vista en física que valga la pena considerar? No. (Risas). ¿Cómo no será su ignorancia en el tema del bienestar humano? (Aplausos). Esto es lo que creo que el mundo necesita ahora. Necesita gente como nosotros que admita que hay respuestas correctas e incorrectas a preguntas sobre el florecimiento humano. Y la moralidad se relaciona con ese dominio de hechos. Es posible que individuos, incluso culturas enteras, se preocupen por cosas incorrectas. Lo que significa que es posible que ellos tengan deseos y creencias que conduzcan directamente a un sufrimiento humano innecesario. Sencillamente admitir esto transformará nuestro discurso sobre la moralidad.


El relativista no tiene en cuenta satisfactoriamente al inconformista. Si «la esclavitud es mala» quiere decir «mi sociedad no aprueba la esclavitud», entonces alguien que viva en una sociedad que no desaprueba la esclavitud, al pretender que la esclavitud es mala, comete un simple error objetivo. Una encuesta podría demostrar lo equivocado de un juicio ético. Los aspirantes a reformistas se encuentran por lo tanto en una situación peligrosa: cuando se proponen cambiar las opiniones éticas de sus conciudadanos están necesariamente equivocados; sólo cuando consiguen ganarse a la mayoría de la sociedad para sus opiniones, esas opiniones llegan a ser correctas. Estas dificultades son suficientes para hundir al relativismo ético; el subjetivismo ético al menos evita dejar los valerosos esfuerzos de los aspirantes a reformistas morales sin sentido, ya que hace que los juicios éticos dependan de la aprobación o desaprobación de la persona que hace el juicio, y no de la sociedad de esa persona. De todas maneras, existen otras dificultades que no pueden ser superadas por al menos algunas formas de subjetivismo ético. Si los que mantienen que la ética es subjetiva quieren decir con esto que cuando digo que la crueldad a los animales es mala en realidad estoy diciendo solo que yo desapruebo la crueldad a los animales, se enfrentan a una forma agravada de una de las dificultades del relativismo: la incapacidad para dar respuesta al desacuerdo ético. Lo que era cierto para el relativista sobre el desacuerdo entre personas de diferentes sociedades, es cierto para el subjetivista sobre el desacuerdo entre dos personas cualesquiera. Yo mantengo que la crueldad a los animales está mal: otra persona dice que no lo está. Si esto significa que no estoy de acuerdo con la crueldad a los animales y otra persona lo está, ambas afirmaciones pueden ser ciertas y entonces no hay nada por lo que discutir. Otras teorías a menudo descritas como "subjetivistas" no están abiertas a esta objeción. Supongamos que alguien mantiene que los juicios éticos no son ni ciertos ni falsos, porque no describen nada, ni hechos morales objetivos, ni estados mentales subjetivos propios. Esta teoría quizás mantenga que, como sugirió C.L. Stevenson, los juicios éticos expresan actitudes, en lugar de describirlas, y estamos en desacuerdo sobre la ética porque intentamos, al expresar nuestra propia actitud similar. O quizás, como argumenta R.M. Hare, los juicios éticos son preceptos y por lo tanto más estrechamente relacionados con órdenes que con afirmaciones de hecho. Según esta postura, los desacuerdos surgen porque nos importa lo que la gente hace. Se pueden explicar aquellos rasgos de la discusión ética que impliquen la existencia de baremos morales objetivos manteniendo que constituye algún tipo de error, quizás el legado dejado por la creencia de que la ética es un sistema de leyes otorgado por Dios, o quizás sólo un ejemplo más de nuestra tendencia a objetivar nuestras preferencias y deseos personales; este punto de vista ha sido defendido por J.L. Mackie. Siempre que se los distinga cuidadosamente de la tosca forma de subjetivismo que considera los juicios éticos como descripciones de las actitudes del que los formula, estas versiones de la ética son plausibles. Al negar la existencia de un dominio de hechos éticos, parte del mundo real que exista con total independencia de nosotros, son sin duda correctas; pero ¿se deduce de ello que los juicios éticos son inmunes a la crítica, que no existe un lugar en la ética para la razón o la discusión, y que, desde el punto de vista de la razón, cualquier juicio ético es tan válido como otro? Yo no creo que sea así, y ninguno de los tres filósofos mencionados en el párrafo anterior niega a la razón y a la discusión un papel en la ética, aunque no estén de acuerdo sobre la importancia de este papel. El tema del papel que la razón puede jugar dentro de la ética es el punto crucial que plantea la pretensión de que la ética es subjetiva. La inexistencia de un misterioso dominio de hechos éticos objetivos no implica la inexistencia del razonamiento ético. (...) Así que lo que hay que demostrar para asentar la ética práctica sobre una base sólida es que el razonamiento ético es posible.
Peter Singer, Ética Práctica (2ª edición), Cambridge University Press, Cambridge, 1995, pp. 8-10.


Hay varias razones por las que nos sentimos tentados a trazar una línea de separación entre «hechos» y «valores», y a trazarla de tal modo que los «valores» queden completamente fuera del reino de la argumentación moral. En primer lugar, es mucho más fácil decir «esto es un juicio de valor», en el sentido de que «no es más que una cuestión de preferencia subjetiva», que hacer lo que intentaba enseñarnos Sócrates: indagar quiénes somos y cuáles son nuestras convicciones más profundas, y someter estas convicciones a la exigente prueba de un examen reflexivo. (...) Lo peor de la dicotomía hecho/valor es que en la práctica funciona como freno de la discusión, y no sólo de la discusión, sino del pensamiento. (...) Como John Dewey proclamó hace mucho tiempo, la objetividad requerida por las afirmaciones éticas no es del género de la que proporciona una fundamentación platónica o de otra índole que esté ahí previamente a nuestro entregarnos a la vida y reflexión éticas; es la capacidad para superar la clase de crítica que emerge en las situaciones problemáticas con las que nos enfrentamos en la vida real, la clase de crítica cuya imagen apropiada es, como observa John McDowell, «la de Neurath, en la que un marino calafatea su embarcación mientras aún está a flote». (...) Sé que no todo el mundo se convencerá. Algunos de los estudiantes de licenciatura de una de mis clases me han sugerido que la creencia en poder dar razones, observar cómo funcionan realmente en la práctica diversos modos de vida y con qué consecuencias, discutir las objeciones, etc., no es más que «otra forma de fundamentalismo». La experiencia de esos estudiantes con el verdadero fundamentalismo debe de ser más bien limitada. Alguien que ha visto actuar a fundamentalistas de verdad sabe cuál es la diferencia entre insistir en la observación y la discusión y el modo represivo y manipulador de conducir una discusión característico del fundamentalismo.
Hilary Putnam, El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos, Paidós, Barcelona, 2004, pp. 59-60, 114 y 126.
Como todos los pragmatistas clásicos, no veo que la realidad sea moralmente indiferente: la realidad, tal y como vio Dewey, nos plantea demandas. Puede que los valores sean creados por los seres humanos y las culturas humanas, pero creo que eso es así como consecuencia de demandas que no creamos nosotros. Es la realidad la que determina si nuestras respuestas son adecuadas o inadecuadas. 
Hilary Putnam, La filosofía judía, una guía para la vida, Ediciones Alpha Decay, Barcelona, 2011, pp. 19-20.


Creía Dewey que las valoraciones morales de acciones específicas sí pueden ser objetivas. Según él un valor es algo que se adapta a las "necesidades y exigencias impuestas por una situación" (...), de manera que ante una situación específica y en un contexto dado sería posible establecer de manera objetiva la acción moralmente más apropiada. Así, para Dewey, y en esto es claramente heredero de Peirce y James, un juicio de valor funciona como una hipótesis científica, tiene pretensiones predictivas y, por tanto, se puede verificar empíricamente su capacidad de transformar una situación problemática en una deseable. De esta forma podría constatarse empírica y objetivamente la capacidad de los valores para producir los efectos deseados. Su tajante rechazo de cualquier forma de universalismo moral pareciera estar en las antípodas de una doctrina que postule la existencia de hechos morales, como lo hace el realismo moral. Pero yo tengo la sospecha de que estas dos posiciones podrían eventualmente ser integradas.


El requisito de la objetividad no es problemático: está satisfecho en la medida en que estamos hablando de datos empíricos referidos a personas reales: "A diferencia de 'desear' o 'querer', ... 'necesitar' obviamente no es un verbo intencional. Lo que necesito no depende del pensamiento o del funcionamiento de mi cerebro... sino de cómo es el mundo" [David Wiggins]. El requisito de la universalidad, a su vez, no tiene una solución tan fácil: todo el mundo sabe que los seres humanos no sólo tienen deseos y preferencias distintos, sino que hasta en sus necesidades se diferencian bastante. Esta dificultad, sin embargo, es superable a través de una delimitación exacta de lo que podría ser un concepto de "necesidades básicas" relevante para el discurso ético.
Ruth Zimmerling, Necesitar, desear, vivir (coord. Jorge Riechmann), Los Libros de la Catarata, Madrid, 1999, pp. 118-119.


Se ha creído, tradicionalmente, que las necesidades humanas tienden a ser infinitas; que están constantemente cambiando; que varían de una cultura o medio a otro, y que son diferentes en cada período histórico. Nos parece que tales suposiciones son incorrectas, puesto que son producto de un error conceptual. El típico error que se comete en la literatura y análisis acerca de las necesidades humanas es que no se explicita la diferencia fundamental entre lo que son propiamente necesidades y lo que son satisfactores de esas necesidades. Es indispensable hacer una distinción entre ambos conceptos —como se demostrará más adelante— por motivos tanto epistemológicos como metodológicos. (...) Habiendo diferenciado los conceptos de necesidad y de satisfactor, es posible formular dos hipótesis básicas:

Primero: «Las necesidades humanas fundamentales son finitas, pocas y clasificables».

Segundo: «Las necesidades humanas fundamentales (como las contenidas en el sistema propuesto) son las mismas en todas las culturas y en todos los períodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y de las culturas, es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de las necesidades».


Los valores no son más que necesidades humanas, o las necesidades de otros animales, convertidas en abstracciones. Como bien señala George Santayana, carecen de realidad propia: "Todos los animales tienen, en su interior, un principio mediante el que distinguen el bien del mal, puesto que ciertos actos y circunstancias favorecen su propia existencia y bienestar, mientras que otros los dificultan. El conocimiento de sí mismos, combinado con un mínimo de experiencia acerca del mundo, permiten, pues, establecer fácilmente el criterio socrático de valores natural e inevitable para cualquier hombre o cualquier sociedad. Cada sociedad desentraña esos valores en función de su inteligencia y los defiende en función de su vitalidad. Pero ¿cómo se puede siquiera soñar que la vida espiritual tenga que ver lo más mínimo con la afirmación de tales valores humanos y locales, o con la suposición de que tengan una naturaleza divina especial o estén destinados a regir el universo para siempre?"
John N. Gray, Perros de paja: reflexiones sobre los humanos y otros animales, Paidós, Barcelona, 2008 (2002), pág. 195.


Einstein dijo que las leyes de la ciencia y las leyes de la ética son básicamente una y la misma cosa. Usando como ejemplo la pregunta "¿por qué no deberíamos mentir?", explica que "mentir destruye la confianza en las afirmaciones de los demás. Sin esa confianza, la cooperación social se vuelve imposible o cuando menos difícil. Dicha cooperación, sin embargo, es esencial para hacer posible y tolerable la vida humana. Esto significa que la regla de «No mentirás» se remonta a las exigencias de «La vida humana será preservada» y «El dolor y la pena se reducirán tanto como sea posible»".
Albert Einstein (Victoria Gardner).
Einstein reconsidered the independence of ethics from rational thought in later writings. In the 1950 paper "The Laws of Science and the Laws of Ethics", reprinted in Out of My Later Years, Einstein declared that there is no difference between the laws of science and the laws of ethics: Both are judged by their consequences. "Ethical axioms are found and tested not very differently from the axioms of science. Truth is what stands the test of experience." (Out of My Later Years, 115). Thus he separated the judgments of ethics from the scope of religion, bringing them under the control of rational thought.
Albert Einstein (Mauro Murzi).


Según la concepción platónica del número que muchos matemáticos y filósofos defienden, los entes como los números y las formas tienen una existencia independiente de la mente. El número tres no es pura invención; tiene unas propiedades reales que se pueden descubrir y explorar. Ninguna criatura racional equipada con la circuitería para comprender el concepto «2» y el concepto de adición podría descubrir que 2 más 1 es igual a algo que no sea 3. Por esta razón esperamos que en las distintas culturas, e incluso en diferentes planetas, surjan cuerpos de resultados matemáticos similares. De ser así, el sentido del número evolucionó para abstraer del mundo unas verdades que existen independientemente de las mentes que las comprenden.


Tal vez se puede aplicar el mismo razonamiento a la moral. Según la teoría del realismo moral, lo correcto y lo incorrecto existen, y tienen una lógica inherente que autoriza unos argumentos morales y no otros. El mundo nos ofrece unos juegos de suma cero, en los que a ambas partes les interesa más actuar de forma generosa que egoísta (mejor no echar al otro al fango y que no le echen a uno que echar al otro al fango y que le echen a uno). Dado el objetivo de salir ganando, se siguen necesariamente determinadas condiciones. Ninguna criatura equipada con la circuitería para comprender que es inmoral que tú me hagas daño a mí podría descubrir otra cosa que no fuera que es inmoral que yo te hago daño a ti. Igual que con los números y el sentido numérico, cabría esperar que los sistemas morales evolucionaran hacia conclusiones similares en las diferentes culturas y hasta en planetas distintos. Y la realidad es que la Regla de Oro se ha redescubierto muchas veces: por los autores del Levítico y del Mahabharata; por Hillel, Jesús y Confucio; por teóricos del contrato social como Hobbes, Rousseau y Locke; y por filósofos teóricos como Kant, en su imperativo categórico. Nuestro sentido moral puede haber evolucionado para encajar con una lógica intrínseca de la ética, en vez de inventarla de la nada en nuestra cabeza. 

Pero aun en el caso de que no nos podamos permitir la existencia platónica de la lógica moral, podemos considerar la moral como algo más que una convención social o un dogma religioso. Cualquiera que pueda ser su estatus ontológico, un sentido moral forma parte del equipamiento estándar de la mente humana. Es la única mente que tenemos, y no tenemos más opción que tomarnos en serio sus instituciones. Si estamos constituidos de tal forma que no podemos hacer otra cosa que pensar desde un punto de vista moral (al menos parte del tiempo y en referencia a algunas personas), entonces la moral es tan real para nosotros como lo sería si la hubiera decretado el Todopoderoso o estuviera escrita en el cosmos. Y así ocurre con otros valores humanos como el amor, la verdad y la belleza. ¿Podríamos saber de algún modo si realmente están «ahí fuera» o si simplemente pensamos que están ahí fuera porque el cerebro humano hace que sea imposible no pensar que están ahí fuera? ¿Y hasta que punto sería malo que fueran inherentes a la forma humana de pensar? Tal vez debamos reflexionar sobre nuestra condición como lo hacía Kant en su Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí».
Steven Pinker, La tabla rasa, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 287-288.


Así pues, tal vez nos encontremos simplemente ante un conjunto de leyes que hemos establecido nosotros mismos y que no tienen ninguna autoridad sobrenatural, en tal caso, la primera idea que se nos ocurre es que habrá leyes disntintas en función de las distintas épocas y los distintos pueblos, en cuyo caso parece deducirse que ninguna de ellas es la verdad. Tan solo habría verdades distintas para comunidades distintas. Tal es la idea central del relativismo, que cuenta con bastante mala prensa ante la mayoría de los filósofos morales. El «relativista de primer curso» es uno de los personajes más odiosos de las clases introductorias de ética, más o menos como el ateo del pueblo.


Con respecto al relativismo deberíamos hacer una distinción importante entre el relativismo político y democrático por un lado y el relativismo filosófico por el otro. Es obvio que el relativismo democrático, es decir, todas las tradiciones, teorías, ideas, etc., son debatidas y decididas por todos los ciudadanos, es un elemento esencial de la democracia. Lo mismo se aplica al relativismo político, es decir que todas las tradiciones tienen iguales derechos. Sin embargo, se puede impugnar con contundencia el relativismo filosófico, es decir que todas las tradiciones tienen igual valor real, en el sentido de que todas son aceptadas como igualmente verdaderas o falsas. Esto es lo que ocurre en especial cuando el relativismo filosófico contradice el relativismo democrático. Así, aunque es posible aceptar la opinión posmodernista de que la historia no puede verse como un proceso lineal (Kant et al.) o dialéctico (Hegel, Marx) de progreso que encarna la razón, esto no implica que debamos asignar igual valor a todas las formas históricas de organización social: desde la Atenas clásica, los cantones suizos y las secciones parisinas hasta los regímenes 'democráticos' actuales. Este tipo de relativismo general, que suscribe el posmodernismo, expresa simplemente el abandono que éste ha hecho de toda crítica de la realidad social institucionalizada y una retirada general al conformismo...


Una tolerancia basada en el puro relativismo epistemológico y moral presupone un agregado de individuos encerrados en burbujas impenetrables, cuyos sistemas de creencias son estáticos e inquebrantables, donde no existe la posibilidad de progreso moral pues no se da una confrontación pública real de los distintos sistemas de convicciones y sus razones. Desde el momento en que afirmamos que no existe nada que pueda considerarse verdadero siempre, o lo que es lo mismo, que cada cual tiene su propia verdad y que todas las verdades son igualmente válidas, se cercena desde el principio la posibilidad de un progreso moral que sólo es posible a través de la discusión racional de las distintas posturas.

(...) Los ciudadanos han dejado de sentirse reconocidos como los auténticos protagonistas en el proceso de democratización, debido principalmente a las dos señas de identidad que ha adquirido en los últimos tiempos la democracia: 1) el relativismo, que exige reconocer que para ser demócrata es preciso partir de la base de que en el ámbito público no existe nada que sea verdad, y por tanto, tampoco nada que sea mentira; y 2) el principio de mayoría, que se erige como el principio supremo que queda fuera del alcance de cualquier exigencia y del poder de cada individuo en particular, invalidando todo principio moral que no esté sometido al mero proceso de decisión. Este segundo principio con el que se ha asociado la democracia en los últimos años no es sino una consecuencia del primero: una doctrina que desconfía de cualquier jerarquía de valores hace fácilmente del procedimiento la única fuente de la moral y de la libertad -convertida en libre arbitrio- su único valor inviolable en una democracia “vacía” que rechaza cualquier contenido moral fuerte.
César Tejedor de la Iglesia, "Verdad y tolerancia", págs. 58 y 63.


El escepticismo, tanto teorético como moral, confunde Relatividad con Relativismo. Los hechos, tanto ontológicos como axiológicos (es decir, las realidades y los valores), son relativos en el sentido de que suponen la concreción de la misma ley ontológica-axiológica, a las características y contextos concretos de cada ente o parte de la realidad. Así, aunque las leyes mecánicas sean universales, su medición concreta depende del sistema de referencia. Yo no veo lo que tú, porque estoy en otro lugar de la realidad, no porque no estemos en la misma realidad. Es precisamente la universalidad de la realidad la que me permite comunicar (traducir, interpretar) desde mi punto de referencia, el tuyo. De la misma manera, aunque todo ser considere valiosa la autonomía o el conocimiento, dependiendo de su situación y características concretas, ese valor puede ser implementado de diversas maneras. El escéptico da un salto mortal cuando, de la relatividad de la realidad finita, infiere la ausencia de todo absoluto. Con ese paso, elimina todo posible discurso, porque no hay discurso posible (al menos, discurso racional) sin “normatividad”, es decir, sin universalidad y necesidad “estrictas”. No hay relatividad sin absoluto, porque lo relativo es relativo respecto de lo absoluto. En cualquier ámbito, pues, donde pueda darse un discurso significativo, debe presuponerse una validez incondicional de referencia.
Juan Antonio, Bien de Verdad (blog).


Hay que ser muy conscientes de que admitir ese carácter condicionado de todo conocimiento, y aceptar con generosidad la tarea ética de intentar ver las cosas desde la perspectiva del otro, no supone caer en un relativismo. Puede que todo dependa de una perspectiva, pero también es claro que hay perspectivas mucho más amplias que otras. (...) El intelectual podría entonces definirse por su amplitud de miras, por una mirada que de forma tentativa, como tarea ciertamente inacabada, aspira a la universalidad. El que la objetividad absoluta sea algo que nunca puede alcanzarse, ¿significa que no debemos luchar por aproximarnos a ese ideal?


Al equiparar todas las religiones y su negación, como propone la laicidad que hoy triunfa, avalamos el relativismo: igualdad entre el pensamiento mágico y el pensamiento racional, entre la fábula, el mito y el discurso argumentado, entre el discurso taumatúrgico y el pensamiento científico (...) ¿Igualdad entre el creyente judío persuadido de que Dios se dirige a sus antepasados para confiarles su elección y, para hacerlo, divide el mar, detiene el Sol, etc. y el filósofo que procede conforme al principio del método hipotético-deductivo? (...) ¿Igualdad entre el musulmán persuadido de que beber vino y comer una chuleta de cerdo le impide la entrada al Paraíso, mientras que el asesinato de un infiel le abre las puertas del Cielo de par en par, y el analista minucioso, que siguiendo el principio positivista y empírico demuestra que la creencia monoteísta tiene el mismo valor que la del animista dogon que está convencido de que el espíritu de sus antepasados retorna en la forma de un zorro? Si es así, entonces dejamos de pensar... Ese relativismo es perjudicial. De ahora en adelante, con el pretexto de la laicidad, todos los discursos son equivalentes: el error y la verdad, lo falso y lo verdadero, lo fantástico y lo serio. El mito y la fábula pesan tanto como la razón. La magia vale tanto como la ciencia. El sueño, tanto como la realidad (...) Así como no debemos darles la misma ventaja al verdugo y a la víctima, al bien y al mal, no debemos tolerar la neutralidad ni la condescendencia abierta con respecto a todos los regímenes de discurso, incluso los de pensamiento mágico.
Michel Onfray, Tratado de ateología, Anagrama, Barcelona, 2006, pp. 225-226.


El racionalismo pretendía obtener el conocimiento de una verdad atemporal, al margen de toda consideración concreta, (histórica, social o personal), una verdad eterna e inmutable que nos ofreciera la esencia de la realidad, proponiendo un claro alejamiento de lo concreto, de lo personal, de lo vital. El escepticismo, por su parte, según lo caracteriza Ortega, se instala en la fugacidad de lo concreto, de lo inmediato y, apoyándose en esa fugacidad, niega la posibilidad de conocer la verdad, dado que la experiencia humana sobre el tema pone de manifiesto la aparición de posturas opuestas, contrarias, y la permanente disputa entre las distintas explicaciones de lo real, lo que se toma por una prueba de que la verdad es inalcanzable. El racionalismo conduce, pues, a la elaboración de una teoría abstracta, despojada de toda referencia a lo concreto, a la vida del hombre. El escepticismo, por el contrario, renuncia simplemente a la posibilidad de elaborar una teoría.


El perspectivismo pretende resolver el conflicto, admitiendo el carácter múltiple y cambiante de la realidad de la que es posible tener, pues, múltiples perspectivas, pero considerando también que esa multiplicidad puede ser "unificada" mediante algún principio rector, al que se refiere Ortega al hablar de la complementariedad de las perspectivas. La verdad será, pues, el resultado progresivo de la unificación de las perspectivas.



Por lo demás, si todas las perspectivas tienen validez, en cuanto tales, eso nos lleva a reconocer el papel de otros seres humanos en la construcción de la verdad, dado que su perspectiva, aunque aparentemente opuesta a la mía, es necesaria para alcanzar el conocimiento de esa verdad "objetiva". A diferencia de lo que ocurría en la primera fase de su pensamiento, el individualismo no es ya un obstáculo para la consecución de la objetividad, sino un elemento necesario para ello. Si aplicamos el perspectivismo al campo de lo moral y lo social, se pone de manifiesto la necesaria tolerancia como valor fundamental para el ser humano, en la medida en que cada cual ha de ser capaz de reconocer el carácter "complementario" de las perspectivas ajenas, de la diferencia y la individualidad de los demás, como factor esencial de convivencia social, subrayando así el carácter parcial y complementario de toda perspectiva.
"La filosofía de Ortega y Gasset" en La Filosofía en el Bachillerato.

La condición del hombre es, en verdad, estupefaciente. No le es dada e impuesta la forma de su vida como le es dada e impuesta al astro y al árbol la forma de su ser. El hombre tiene que elegirse en todo instante la suya. Es, por fuerza, libre. Pero esa libertad de elección consiste en que el hombre se siente íntimamente requerido a elegir lo mejor y qué sea lo mejor no es ya cosa entregada al arbitrio del hombre.
José Ortega y Gasset, vía "Las contradicciones del relativismo", por Jesús Díaz Álvarez.



Los malvados, por lo tanto, son personas deficientes en el arte de vivir. Para Aristóteles, vivir es algo que solo podemos hacer bien a base de constante práctica, como tocar el saxofón. Es algo, pues, a lo que los malvados no han conseguido encontrarle el tranquillo. En realidad, tampoco nosotros lo hemos conseguido: lo que sucede es que a la mayoría se nos da mejor que a Jack el Destripador.
Terry Eagleton, Sobre el mal, Península, Barcelona, 2010, pág. 125.

(…) tampoco era cuestión, por mucho que se perteneciera a una minoría, de ponerse a admirar lo excéntrico o idiosincrásico adorablemente, ni a regocijarse con el cada cual es como es, o a aclamar ruidosamente al héroe solitario que se alza sobre el mundo. (…) Tampoco éramos del tipo del liberal inglés que canta las virtudes inherentes a la pluralidad y abomina de un mundo el que todos piensen igual. Al contrario, creíamos que el mundo sería un lugar espléndido si todos pensaran lo mismo. Sabíamos que tenía que haber de todo, pero lo tomábamos más como un defecto que como una virtud. 
Tal vez no sea esta una actitud tan troglodita como parece. Si la diversidad cultural es parte de lo que hace que la vida merezca la pena, también es cierto que se ha llevado muchas vidas por delante. La llamada a la celebración de esa diversidad en nuestros días es un tópico gastado en manos de teóricos y políticos, pero solo cuando las diferencias culturales se den como un hecho, en vez de ser reafirmadas como desafío, dejarán de ser fuente de conflictos. Es igualmente probable que el número de víctimas de maldades y carnicerías habría sido mucho menor si todos los seres humanos hubieran sido negros, homosexuales y mujeres desde el pistoletazo de salida, aparte de unos cuantos machos y heterosexuales aquí y allá para mantener la especie en marcha. Resaltar la diferencia entre los humanos sin tener el en cuenta el precio terrible que por ella hemos pagado es moverse en el ámbito del sentimentalismo liberal que los católicos, con todas sus aberraciones, han aprendido a eludir. 
(…). Se puede pues transitar libremente entre el catolicismo y el marxismo sin pasar por el liberalismo. El sendero que va del credo tridentino al trotskismo es más corto de lo que parece. (…) A pesar de la autocracia caliginosa de su Iglesia, los católicos son aspirantes idóneos a izquierdistas. Por lo general, al menos en Gran Bretaña, tienen estos su origen en la clase obrera inmigrante y saben apreciar por formación el valor del pensamiento sistemático, se sienten como pez en el agua en medio de las dimensiones colectivas y simbólicas de la existencia humana y desconfían del subjetivismo. Entienden igualmente que lo institucional es inherente a la vida humana, dan más valor al acerbo común que a la inspiración individual y opinan que todo anda horrorosamente mal pero podría ir infinitamente mejor. A semejanza de los socialistas, son demasiado pesimistas como para inclinarse por lo progresista-liberal; y también demasiado esperanzados. Son, igualmente, herederos de una fértil tradición de pensamiento ético y político y no tienen miedo a pensar a lo grande. En cuanto parte de la institución cultural más persistente en los anales de la historia, que ha sobrevivido a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, los católicos conocen bien la mudanza de la historia, pero también son expertos en su continuidad. Por ello, pocos individuos presentan tantas cualidades para engrosar las filas de la posmodernidad. Puede que tener que creer en la infalibilidad del Papa y en la Asunción de la Virgen –por no hablar de aprender a disculpar la tortura física y moral-, el ser objeto de los abusos sexuales de curas o de vapuleos por parte de monjas sádicas sea un precio demasiado alto por los años de aprendizaje, pero, en fin, ya se sabe que la letra con sangre entra.
Mas los católicos también tienden hacia la izquierda a causa de su aversión instintiva hacia el liberalismo, lo cual es a la vez admirable y castrante. Su apego al autoritarismo les hace atractivos para el socialismo, donde la especie abunda. Uno de los motivos de sonrojo de la izquierda hay que encontrarlo en el hecho de que un proyecto tan eminentemente razonable ejerza una fascinación irresistible sobre gentes que necesitan superar su complejo paterno o resolver su ambigüedad kleiniana. Todo socialismo que no logre cimentarse sobre la gran tradición liberal, tan profusamente alabada por Marx, está probablemente destinado al fracaso. Así pues, católicos e izquierdistas deben aprender de los liberales acerca de la ambigüedad y riqueza de todas las cosas, del encanto del matiz y la singularidad, de las dificultades para llegar a opiniones concluyentes, del valor de lo frágil y efímero, de la timidez patológica de la verdad. Los liberales, por su parte, deben aprender que, cuando se trata de encarar los grandes conflictos que desgarran nuestro mundo, no es posible adoptar una postura juiciosamente equidistante. En todos y cada uno de esos conflictos hay un lado más justo y otro menos justo y, al aferrarse a ese credo, los no liberales se alinean en el lado más cercano a lo justo. 
(…). Afirmar que la marginalidad es algo valioso es sí mismo es una típica mentira posmoderna, en la misma medida que la glorificación ipso facto de la normalidad es un mito conservador. El socialismo y el cristianismo son a un tiempo idearios materiales y espirituales, que valoran la vida ordinaria luchando a la vez por transfigurarla. Para la fe cristiana, el amor a Dios es una fuerza subversiva e implacable que irrumpe violentamente en el mundo, desgarra las familias, derroca a los poderosos, ensalza a los débiles y deja a los ricos con las manos vacías. Es precisamente esa ironía revolucionaria de la inversión con la que el Yahvé del Antiguo Testamento se siente identificado.   
Terry Eagleton, El portero: memorias, Random House Mondadori, Barcelona, 2001, págs. 43-51.


¿Es preciso admitir definitivamente que la verdad objetiva y la teoría de los valores constituyen para siempre terrenos opuestos, mutuamente impenetrables? Es la actitud que parece tomar una gran parte de los pensadores modernos, sean escritores, filósofos, o incluso hombres de ciencia. Yo la creo no sólo inaceptable para la inmensa mayoría de los hombres, entre quienes sólo puede mantener y avivar la angustia, sino completamente errónea, y ello por dos razones esenciales: - en primer lugar, desde luego, porque los valores y el conocimiento están siempre y necesariamente asociados tanto en la acción como en el discurso; - a continuación y principalmente, porque la definición misma del conocimiento «verdadero» se basa en último término en un postulado de orden ético.
Jacques Monod, El azar y la necesidad, Tusquets Editores, Barcelona, 1981, pág. 178.


La polémica en torno a la modernidad y su valor ha tenido, no menos, un punto de referencia que se expresa en la crítica o no a los metarrelatos. Para el posmoderno sólo queda la narración o relato. Los metarrelatos serían inútiles y perversos. [Sin embargo] (...) el posmoderno también usa metarrelatos. En caso contrario se callaría. En una simple reducción al absurdo se puede probar que negar un metarrelato sólo puede hacerse si se usa otro. Distinto, sin duda, pero relato de segundo orden igualmente. Porque en caso contrario no sería posible negar lo que se considera que es un error. En concreto, un error moderno o ilustrado. [Por otra parte] (...) no es verdad que cualquier zona de realidad es igual a otra. No es verdad que todas las razones y contraargumentaciones sean iguales. Las hay mejores y peores. Precisamente aquí radica uno de los fallos del posmoderno. Precisamente aquí se hace manifiesto hasta qué punto es él quien está poseído por una idea absoluta de razón. Cree que se tiene o no se tiene razón. Y lo que se tienen son mejores o peores razones. Existen momentos, ciertamente, en los que la oscuridad es tal que no resulta fácil distinguir las buenas de las malas razones. Pero es ése un problema que afecta a nuestras incapacidades temporales, a nuestra accidentalidad y contingencia. Convertirlo en algo esencial es pecado de esencialismo. El mismo que el posmoderno dice combatir.  
Javier Sádaba, "¿El fin de la historia? La crítica de la postmodernidad al concepto de historia como metarrelato", en Filosofía de la historia, Editorial Trotta, Madrid, 1993, pág. 204.

El relativismo (...) ha sido extremadamente útil al feminismo. El relativismo permite, justamente, relativizar. Y cuando una situación (...) se presenta como absoluta, sin contraejemplos e inmune a las argumentaciones, ha de ser desfondada, el relativismo y su compañero el comparativismo son y han sido una excelente ayuda. Contra la idea de que los rasgos que una cultura atribuye a lo femenino son «naturales», basta con invocar a otra que los sitúe de otra manera, y los ejemplos abundan. (...) Digamos que en estos casos el relativismo ha presentado su faz más amable, pero desde luego posee otra bastante peor: si se extrema -si todo vale lo mismo-, cualquier principio moral o político queda abrogado. Normalmente el feminismo ha usado la cara amable del relativismo. Pero el multiculturalismo puede y suele usar la otra. Cada cosa es simplemente un rasgo de cultura, defendible en su contexto, de modo que igual da que en Occidente las mujeres elijan a sus parejas sin coerciones familiares que el que en otras culturas se venda a las esposas.
  
Amelia Valcárcel, "Ética y feminismo", en La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética), Carlos Gómez y Javier Muguerza (eds.), Alianza Editorial, Madrid, 2007, págs. 472-473.

El antropólogo no tiene por qué afirmar que todas las culturas son buenas, pero está en la obligación de someter a todas, incluidas las propias, a la misma crítica negativa.
Pedro Tomé Martín (vía).


Cualquier conocimiento de la razón es material, y considera algún objeto, o formal, y se ocupa simplemente de la forma del entendimiento y de la propia razón, así como de las reglas universales del pensar en general, sin distinguir entre los objetos. La filosofía formal se llama lógica, mientras que la material, la cual trata con determinados objetos y las leyes a que se hallan sometidos éstos, se divide a su vez en dos. Pues esas leyes lo son de la naturaleza o de la libertad. La ciencia que versa sobre las primeras recibe el nombre de física y la que versa sobre las segundas el de ética; aquélla se denomina también «teoría de la naturaleza» y ésta «teoría de las costumbres».
Immanuel Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres (1785), Alianza Editorial, Madrid, 2002, pág. 53.

Personalmente, no veo la necesidad de aceptar un único criterio de realidad como patrón para medirlo todo. Prefiero este otro planteamiento: no imponer a los demás mis criterios de realidad, antes bien mostrarme dispuesto a examinar cualquier criterio que se me proponga. Puesto que no quiero forzar la realidad –quiero entenderla-, me vale con tener ante mí la gran multiplicidad de realidades aceptadas entre todos: objetos físicos, verdades matemáticas, realidades mentales, seres ficticios, instituciones, proyectos, valores, espíritus, energías, virtudes o vicios. Todo esto, y mucho más, forma parte del universo humano. Todas estas cosas son, pues, las realidades que conviene examinar y entender, sin dogmatismo, sin excluir ninguna de ellas desde el comienzo. Ahora bien, que esté dispuesto a examinar todas estas realidades no significa que también esté dispuesto a aceptarlas todas o que piense que todas quedan defendidas de manera suficiente.
Josep-Maria Terricabras, Atrévete a pensar, Ediciones Paidós, Barcelona, 1999, pág. 162.

No estoy dispuesto a admitir que nuestro sentido de lo justo y lo injusto esté totalmente exento de valor epistemológico. (…) Tampoco estoy dispuesto a admitir que el amor y la solicitud, la empatía o simpatía –respecto a lo cual me parece justo sostener que no se trata de una ilusión, sino que constituyen la percepción real de un aspecto importantísimo y fundamental de la naturaleza del Otro- queden totalmente relegados y marginados. Tal y como afirman Jacques Monod y otros, si uno ignora el aspecto básico de la naturaleza del Otro, la ciencia, en este caso, carece de todo valor.
Ronald David Laing, Los locos y los cuerdos: una interpretación global del malestar psicológico de la civilización contemporánea, Editorial Crítica, Barcelona, 1980. g, 1980.

El dilema de la postmodernidad es el siguiente: ¿Cómo pueden confirmarse el estatus y la validez de sus aproximaciones teóricas si no se admiten ni la verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad de estándares o fundamentos racionales, ¿sobre qué base podemos operar? ¿Cómo podemos entender qué sociedad es a la que nos oponemos? ¿Esperando a que nos venga por sí solo este entendimiento? La insistencia de Foucault en un punto de vista nietzschiano se traduce en una pluralidad de interpretación irreducible. Sin embargo, relativiza el conocimiento y la verdad sólo hasta el punto en que esas nociones atañen a otros sistemas de pensamiento distintos del suyo. Cuando se le presionaba sobre este punto, Foucault admitía ser incapaz de justificar racionalmente sus propias opiniones. Por ello, el liberal Habermas proclama que los pensadores postmodernos como Foucault, Deleuze y Lyotard son 'neoconservadores', ya que no ofrecen argumentaciones consistentes por las que moverse en una dirección social antes que en cualquier otra. La adopción postmoderna del relativismo (o 'pluralismo') significa también que no hay nada que evite que una facción social reivindique el derecho a dominar a otra, en ausencia de la posibilidad de determinados estándares. (...) No es difícil entender por qué el foucaultismo tuvo tan amplio seguimiento por parte de los medios de comunicación, mientras que a los situacionistas, por ejemplo, se les ignoró conscientemente. (...) Frank Lentricchia calificó el proyecto deconstructivo de Derrida como "una visión general elegante, arrolladora, tan sólo igualada en la historia de la filosofía por Hegel". Es una ironía flagrante que los postmodernos necesiten una teoría general para apoyar su afirmación de que no puede ni debe haber teorías generales o metanarrativas.
John Zerzan, Futuro primitivo y otros ensayos, Numa Ediciones, Valencia, 2001 (1994), págs. 104-109.


Vimos antes (…) de qué modo la cultura contemporánea se desliza hacia un relativismo blando. Ello otorga un valor adicional a una presunción general: las cosas no tienen significación en sí mismas sino porque las personas así lo creen, como si pudieran determinar qué es significativo, bien por decisión propia, bien quizá sólo porque así lo piensan. Esto sería algo disparatado. No podríamos decidir simplemente que la acción más significativa consiste en chapotear con los pies en barro tibio. Sin una explicación especial, no se trataría de una pretensión inteligible (…). De modo que no sabríamos qué sentido atribuir a alguien que supuestamente pensara que esto es así. ¿Qué podría querer dar a entender alguien que dijera esto? Pero si esto tiene sentido sólo después de una explicación (quizá sea el barro el elemento del espíritu del mundo, con el que se entra en contacto gracias a los pies), queda abierto a la crítica. ¿Qué sucede si la explicación es falsa, si no tiene éxito, o puede ser sustituida por una descripción más apropiada? El que tengamos cierta impresión de las cosas nunca puede constituir base suficiente para respetar nuestra posición, porque nuestra impresión no puede determinar lo que es significativo. El relativismo blando se autodestruye. Las cosas adquieren importancia contra un fondo de inteligibilidad. Llamaremos a esto horizonte. Se deduce que una de las cosas que no podemos hacer, si tenemos que definirnos significativamente, es suprimir o negar los horizontes contra los que las cosas adquieren significación para nosotros. Éste es el tipo de paso contraproducente que se da con frecuencia en nuestra civilización subjetivista. Al acentuar la legitimidad de la elección entre ciertas opciones, muy a menudo nos encontramos con que privamos a las opciones de su significación. (...) en algunas de sus formas, este discurso se desliza hacia una afirmación de la elección misma. Toda opción es igualmente valiosa, porque es fruto de la libre elección, y es la elección la que le confiere valor. El principio subjetivista que subyace al relativismo débil se encuentra aquí presente. Aunque esto niega explícitamente la existencia de un horizonte de significado, por el que algunas cosas valen la pena y otras algo menos, y otras no valen en absoluto la pena, con mucha anterioridad a la elección. (…) Puede ser importante que mi vida sea elegida, tal como afirma John Stuart Mill en Sobre la libertad, pero, a menos que ciertas opciones tengan más significado que otras, la idea misma de autoelección cae en la trivialidad y por lo tanto en la incoherencia. La autoelección como ideal tiene sentido sólo porque ciertas cuestiones son más significativas que otras. No podría pretender que me elijo a mí mismo, y desplegar todo un vocabulario nietzscheano de autoformación, sólo porque prefiero escoger un filete con patatas en vez de un guiso a la hora de comer. Y qué cuestiones son las significativas no es cosa que yo determine. Si fuera yo quien lo decidiera, ninguna cuestión sería significativa. (…) en ese caso el ideal mismo de la autoelección como idea moral sería imposible. (…) poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de la solidaridad, todo salvo lo que encuentro en mí, significaría eliminar a todos los candidatos que pugnan por lo que tiene importancia. Sólo si existo en un mundo en el que la historia, o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo humano, o los deberes del ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor tiene una importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial. La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias. 
Charles Taylor, "Horizontes ineludibles", 1992, vía Carlos Gómez, págs. 233-237.

Es probable, si no seguro, que no pueden derivarse lógicamente normas de hechos (…) Sin embargo, la derivación lógica no es el único enlace posible entre hechos y normas. Hay enlaces menos estrictos, pero de mayor consecuencia, como, por ejemplo, los expresados en las locuciones «en virtud de», «teniendo en cuenta», cuyas aristas conceptuales son poco precisas, pero no por ello menos efectivas. (…) No hay más remedio que tener en cuenta los resultados de las investigaciones ecológicas. Estas no determinan las preferencias, pero toda preferencia sería vacía en ausencia de tales resultados. 
José Ferrater Mora y Priscilla Cohn, 1981, Ética aplicada: del aborto a la violencia, pág. 160.

¿Se puede explicitar practico-materialmente desde el “ser” el “deber ser”? (…) Sería necesario, en primer lugar, tratar de encontrar un tipo de enunciados (…) que sean al mismo tiempo descriptivos o de hecho (“ser”) y normativos (“deber-ser”) –no necesariamente como juicio de valor. Deberá referirse a la “vida humana” en cuanto humana, como por ejemplo: (1) el ser humano es un ser viviente; (2) éste es un ser humano y tiene hambre; (3) si quiere vivir, (4) debe producir y reproducir dicha vida, en concreto debe comer. (…) Además, se podría integrar una premisa que sea una conclusión científica, por ejemplo el siguiente enunciado de la economía política crítica: (5) El sistema capitalista produce pauperismo; pauperismo que atenta contra la vida o contra aspectos esenciales de la vida. (6) Si el empobrecido quiere vivir, (…) dejar de ser pobre, (7) el empobrecido debe luchar contra (o transformar) el sistema capitalista. En el lugar de la premisa 5 (…) se pueden colocar otras conclusiones de las ciencias que de alguna manera se refieren directa o indirectamente siempre a algún aspecto de la vida humana. La ética, entonces, puede obtener conclusiones normativas de toda conclusión científica al incorporar dichos enunciados empíricos, efecto de la racionalidad científica o explicativa, dentro de la discursividad ética.
Enrique Dussel, "Algunas reflexiones sobre la falacia naturalista", 2001.


El relativismo ético es tierra de poderosos, cemento de toda sociedad desigual y corrupta, de los que desean que el “no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran” sea arrumbado a los rincones, y que socialmente llegue a consolidarse como ética de la tribu el egoísmo y la mentira, el “todo vale”, el “no existe el bien y el mal”, momento en el que estaremos ante una sociedad decadente y violenta, mucho más decadente y violenta, con pocos visos de permanencia. 
Carlos G. Osto, "Miente, que algo queda", Rebelión (vía Arrezafe), 2016.


O Verdad Absoluta, o ninguna verdad… Pero ¿no podemos ser capaces de una relación menos enrabietada con los valores? Pues, en efecto, no deberíamos pensar en los valores como objetos trascendentes, situados en alguna especie de cielo platónico más allá de nuestro mundo. Por el contrario, los valores no constituyen un mundo de objetos que exista independientemente. Sólo se dan como propiedades valiosas (para algún agente) de los objetos y situaciones reales. Como sugiere Roger Pol-Droit, podemos sostener que “los valores morales no residen en una realidad diferente de la nuestra.”
Jorge Riechmann, "Sobre la objetividad de los valores", en su blog Tratar de comprender, tratar de ayudar, 2017.